domingo, 14 de noviembre de 2010

Mamaní y el gringo - Juan Manuel Aragón.

A mi amigo, Raúl Lima.
-A la colimba la hice en la isla Martín García, en el 62, cuando lo tumbaron a Frondizi. Una noche me tocó hacer guardia con un coya de la puna de Atacama, de la quebrada de Humahuaca, Susques, Yavi, no me pregunten, llegabas a la loma de la mierda y todavía te quedaba un buen trecho para su casa. ¿Cómo era que se llamaba?, ¡Mamaní!, ¡eso!, ¡Mamaní se llamaba ese coya y la puta que lo reparió!
El Gordo Julián, Alvarito, Pedro Nolasco, Naringa y hasta el mozo de la confitería oyen absortos a Raúl mientras cuenta por enésima vez su historia de la colimba con el coya En cualquier momento parece que nos van a correr a la mierda del local, cansados de las risotadas y las malas palabras. Unas viejas de la mesa de al lado de la ventana piden la cuenta como para irse.
Antes nos reuníamos en los cerros, para las grandes fiestas, después bajamos muchos y ahora cada tanto nos juntamos en la casa de alguno. A la vuelta vive mi compadre Alfonso Toro, en la otra cuadra está Augusto Choquehuanca que se vino de Tumbaya el año pasado, el otro que siempre viene es Moralito y a veces lo invitamos a mi gran amigo Juan Carlos Vilca, de La Paulina. Desde que me vine de la colimba vivo aquí, en el pueblo Ledesma, ¿qué iba a hacer en los cerros? Ocasiones comemos un asado y nos quedamos conversando hasta tarde de cosas nuestras, del ingenio, del pago lejano, del Cielo maravilloso de la Puna y de la colimba, por supuesto. ¿No le dije que hice el servicio en el 62? Fue justo el año que tumbaron a un presidente, ¿vé?, ahorita no me voy a acordar qué presidente era.
-¡Frondizi!, ¡Arturo Frondizi! ¡ése, justito era!
Raúl cuenta de la noche que lo mandaron a un puesto de guardia, Punta Cañón, una pequeña lengua de tierra que entraba en el río, con una construcción justo al lado de la corriente rumorosa del agua. Con esa gracia propia de abogado que ha defendido a mil quinientos malandras para salvarlos de la cárcel, sigue narrando:
-Había luna llena y se alcanzaba a ver la isla Martín Chico, a poca distancia de la nuestra, Martín García.
Y se ríe de Mamaní. Mudo, los ojos como puñalada en tarro e inexpresivos, pómulos salientes, expresión inescrutable. Era conscripto clase 40, igual que él. Pero no hablaba nunca. Parecía mudo.
-Trepamos a la torreta, por unos escalones de hierro que tenía empotrados. Apoyé el Mauser contra la pared y tendí la manta.
-Che, coya, hacete cargo vos. Yo voy a apoliyar. Estate atento a todo y si viene el sulky con el tira de guardia, me despertás así nos mandamos a mudar.
Lógico, hacía cuatrocientos años que las cosas funcionaban así, ¿iban a pretender que yo vigilara y el indio durmiera? ¡Vamos, che! Ni loco.
El Gordo Julián ya se agarra la panza de la risa, Alvarito es una fiesta, Pedro tiene cara de juguetería, Naringa ya está a las carcajadas, el mozo ni atiende a las viejas que lo llaman porque quieren pagar la cuenta y mandarse a mudar. Alfredito, el dueño de la confitería está sentado en la orilla de la rueda, oyendo -otra vez- las maravillosas anécdotas de Raúl.
Augusto Choquehuanca vive en la calle 25 de Mayo, frente al Club Atlético Ledesma, casi siempre nos reunimos ahí. Hacemos una vaquita, compramos carne y vino tinto en Libertador. A veces les cuento la historia de la colimba, la única vez que estuve en Buenos Aires, una época hermosa.
-Cansado por la caminata y por un partido de fútbol que había jugado a la tarde, el gringo se durmió enseguida. Cuando se vino la crecida, me mandé a mudar, no me iba a quedar en medio del agua. Sol alto se despertó el blanco, antes de las ocho la mañana. Se venía el cambio de guardia. Miré hacia la construcción, por una ventanita observé que se desperezaba satisfecho.
El silencio se tensa en la confitería, solamente se oye la respiración del aire acondicionado y el relato de Raúl.
-De repente me di con que entre el coya y yo, el río de la Plata había crecido hasta la mierda, dejando a la torreta en que había dormido, cual si fuera una minúscula isla de juguete.
Las risotadas hieren la noche en la casa de Choqueuanca.
-El gringo cruzó ese pedazo de río puteando a más no poder, fusil en alto, apenas haciendo pie, con el agua al pecho. Me hice el tonto mientras observaba cómo le chorreaba el agua y me insultaba a más no poder. Yo pensaba en los cerros, en mis hermanos cuidando las cabras, en la quena que tocaba mi padre, en todo lo que extrañaba el pago, para no reírme de ese blanquito que me hizo quedar toda esa noche helada haciendo guardia mientras la sudestada me helaba el lomo.
La confitería es un solo bochinche, se recagan de risa el Gordo Julián, Alvarito, Pedro, Naringa, el mozo, Alfredito y dos o tres más que a esa altura del cuento ya están atentos a lo que pase en nuestra mesa.
Ya estamos chumaditos cuando nos imaginamos al gringo, allá lejos, contando su historia. ¿Qué les dirá a los amigos? Esas noches de asado me olvido de mis comienzos en el ingenio, de los inviernos pelando caña, de los capataces malditos, de lo que me costó terminar la secundaria para que me pasen a la fábrica de papel y del día que volví a Tumbaya a decirle al viejo que ya era encargado de sección. Cada vez que evoco la cara del blanco, me viene como una sonrisa a todo el cuerpo.
Raúl se acuerda del coya:
-Hijo de puta, ahora debe estar regodeándose en la loma de la mierda, contándole la historia a los amigos. ¿Qué les dirá ese coya de mierda?, ¿que una noche lo hizo tomar de su propia medicina a un gringo que se tiraba de piola?- pregunta Raúl.
Y el Naringa responde:
-Capaz, che.

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