lunes, 19 de julio de 2010

La basura - Diana Belaústegui

Se detuvo en mitad del camino, bajó el vidrio y escupió un montón de saliva sanguinolenta que aguantó lo más que pudo.
El sabor metálico era asqueroso, le producía arcadas.
A esa hora de la noche no pasaba gente, tuvo tiempo de salir, dar unos pasos para hacer correr nuevamente la sangre por las piernas y entró.
-¡Basura!- pensó mientras escupía de nuevo -¡¡Toda la basura que estorba se tira a la mierda!!
Mirando bien a su alrededor pensó que tal vez ese podría ser el lugar preciso.
Salió de la ruta hacia el monte tupido que se alzaba a escasos metros.
Abrió la puerta trasera y sacó "su bolsa de basura".
Una bolsa negra, grande, que sólo la cubría desde la cabeza hasta poco más de los hombros.
Cuando la tuvo entre los brazos, laxa y tibia, recién pudo ver su respiración leve y dificultosa, casi inaudible, casi perdida en la sórdida bruma de la muerte.
Ese frío gélido obraría maravillas en el cuerpo desnudo, y lo colocó a unos cinco metros dentro de los matorrales, sentándose junto a ella para conmoverse con la preciosa escena de un cuerpo que deviene en simple bolsa de órganos.
Quería ser el observador privilegiado, honrado con el espectáculo sublime de la muerte sentada en el pecho trémulo de la mujer, decidida a dar el bocado final.
La agonía duró exactamente cinco minutos.
Satisfecho se levantó y regresó con la típica sensación de saciedad.
Colmado y emocionado hasta las lágrimas había olvidado el golpe en la boca y la sangre que ahora nuevamente le corría por la lengua.
Se paró asqueado y vomitó. Cuando logró reponerse intentó incorporarse pero una nueva arcada lo dejó en cuatro patas, escupiendo a boca llena, dejando hilos rojos que le cruzaban por el mentón.
¿Qué tanto daño le pudo haber hecho el puño de esa basura muerta?
Escupía y vomitaba en medio de la nada, sin fuerzas en las piernas, con los brazos temblando incapaces de sostener su propio peso. Cayó al suelo quedando con la vista al cielo.
Por el rabillo del ojo la podía ver sentada a su lado, desnuda y con la bolsa negra aun en la cabeza, esperando ansiosa la emotiva escena.
La muerte, ni señora ni señor sino andrógina, se recogió la falda pantalón para sentarse en su pecho y dar el último bocado de la noche.

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