miércoles, 30 de diciembre de 2009

La cadena de Diana Beláustegui

La cadena decía: envíalo a 450 personas o 10 rayos caerán en tu camino, cien demonios golpearán a tu puerta y mil almas en pena rozarán sus cadenas en tus tobillos cuando camines de la cama al baño en la oscuridad de la noche.
La leí dos veces, lo pensé tres, lo medité cuatro, y la cerré de una. Todavía recuerdo que cuando me levanté me encontré en el espejo del living con una sonrisa sobradora, de esas que se nos planta en la cara cuando sabemos que determinada situación está a la altura de nuestro ombligo, esas sonrisas que nos salen cuando nos sabemos ganadores, elevados, megalómanos, estafadores.
Y pensar que había gente que le creía a esas estupideces.
Poca cultura generaba esos miedos.
El que la había mandado tenía serias limitaciones intelectuales y todos aquellos que obedecían las indicaciones del texto eran colaboradores de la ignorancia.
Se me cruzó por la mente que ahora cualquiera podía tener una PC e Internet y que a través de ésta se desplazaba la incultura por todos lados queriéndose relacionar con todos, hasta con los que la despreciaban.
Sintiéndome superior a todo, a todos, me fui a la cocina a ver que encontraba en la heladera. Sonó el timbre.
Dejé la heladera abierta y corrí a atender. Al abrir la puerta no encontré a nadie, pero algo subió por debajo del pantalón y corrió por la pierna hasta quedar abrazada a mi rodilla.
La sensación de asquerosidad me confundió. Comencé a gritar y golpear con fuerza los pies contra el suela, cerré la puerta con furia y con la premura que el caso ameritaba me saqué el pantalón, rompiendo el cierre y arrancando el botón.
En la rodilla tenía una araña enorme, agarrada a mi piel como si de una garrapata se tratara.
Intenté sacarla a los manotazos y luego golpeándola con una toalla que había a mano.
Entre el asco que me producía y la sensación de terror que me torturaba las manos con espasmos nerviosos vomité todo lo que había comido y más también.
La tenía adherida como un parásito grande y oscuro. Como un castigo o una maldición. Esto último no se me cruzó por la mente, hasta el momento en que mi madre abrió la puerta de entrada y el bicho cayó muerto al suelo. Asustada por encontrarme en un estado tan deplorable de nerviosismo e histeria, ella, intentó calmarme para que pudiese contarle algo por encima de los sollozos.
Mencioné el timbre, el arácnido, más no la cadena maldita.
Me di una ducha, intenté relajarme, me tomé una pastillita para poder dormir tranquila y me fui a la cama.
A las cuatro me desperté con unas ganas horribles de orinar, no lo pensé, me levanté como autómata y me dirigí al baño en la oscuridad.
Antes de que llegara algo rozó mi tobillo. Recordé la araña y me quedé inmóvil. Tanteando encontré el interruptor y prendí la luz. Miré hacia abajo, los últimos eslabones de una cadena doblaban el recodo y se dirigían a mi habitación.
¿Qué encontraría si espiaba en esa dirección? ¿Qué horror me esperaba escondido bajo mi cama?
Estaba tentada de llamar a mi madre y que ella me socorriera, que mirara en mi cuarto como cuando era niña y que corriera al cuco que se escondía en mi ropero también.
Que me acompañase a la cama y se sentara a mi lado, tocándome el pelo hasta que me durmiera.
Poca cultura generaba esos miedos. Yo lo sabía, mi madre lo sabía y la gente culta con la que me relacionaba también.
Respiré hondo, me enderecé, levanté los hombros y con lo que me quedaba de dignidad caminé hasta el living, prendí la computadora y envié la cadena a los 450 que me indicaba y a unos tantos más también, por si, para acallar demonios y tranquilizar las almas en pena.
Sigo pensando que las cadenas son de gente de poca cultura y los que la obedecen son colaboradores de la ignorancia. Crédulos, supersticiosos y pobres almas escasamente cultivadas.
Me río cuando las encuentro, gozo con aire de superioridad cuando las cierro. Y a las 12 de la noche, cuando nadie me ve, las mando obediente, me pongo una remera en la cabeza como cuando era niña y jugaba a tener pelo de polera, me ato la sábana a la cadera y me acerco sigilosa, cambiando hasta la forma de mirar.
Porque cuando las mando no soy yo.
Invento personajes, personalidades, cierro los ojos y trato de no verme.
Poca cultura genera esos miedos.
Yo lo sé, mi madre lo sabe, mis amistades cultas lo saben, mis otros yo... ¡no!

martes, 29 de diciembre de 2009

Hormigas de Néstor Mendoza.

Para la Vero.
No te creo nada. Miro un hormiguero, me detengo a medir desde el aire quemador de diciembre, el diámetro, la constitución básica de esa arquitectura imposible. El ir y venir de hormigas cargando cinco veces el peso de su hormiguidad. Nosotros no podemos me digo. Ni el peso de nuestras sombras siquiera.
No te creo nada. Pienso en hormigas. Desde el aire, allá arriba, lejos muy lejos; habrá un ojo que nos mira. Paseamos como hormiguitas agitadas cargando bolsas con cosas inútiles. Vamos de compra: celulares, zapatillas nike, miramos culos, los culos nos miran.
No te creo nada. Llego a casa, descubro en el suelo mi vaquero negro, un mundo de hormigas lo adornan. Lo sacudo, ellas enloquecidas escapan. Nosotros no podemos me digo. No podemos escapar de toda la estupidez disfrazada de importante. Voy al patio digo mis oraciones al limonero.
No te creo nada. Voy al baño y llevo mi poesía perfecta de las tardes, las leo sentado en el inodoro. Soy una hormiga que se deleita con el acto de defecar poéticamente. Luego me miro en el espejo. Todas las caras del mundo se me aparecen, menos la mía. Una música extraña se oye a lo lejos. No te creo nada.
No te creo nada. Decido dormir, pero antes prendo velas de olores, sobo el lomo de mi gata, me acomodo abrazando la almohada y pienso en hormigas en la cocina atacando el frasco de miel que dejé destapado, así son nuestros días me digo: un frasco de miel abierto y nosotros avanzando sin saber porqué. Pero igual, ya lo sabes: no te creo nada, no me creo nada. Es perfecta la oscuridad con las hormigas horadando los huecos de todas las casas.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Mentirse


Oigo “tengo calor” y despierto. Sabrina estira el cuello para mirar el cielo, cuando la cortina se hincha con el viento y se despega de la ventana. Estamos acostados; la cama es de una plaza pero tenemos espacio. Sabrina es alta y muy delgada; pudimos dormir bien, sin empujarnos ni abrazarnos. Ambos estamos vestidos; parece que nos acostamos así. Son livianas ropas de verano: yo una malla floreada y una remera azul; ella de musculosa y babucha negras. Ahora Sabrina se da vuelta y le veo la bombacha rosa. Debajo, el valle del culo, la piel abrillantada, los montes que tensan la tela. Acerco mi dedo hasta el nacimiento del valle, lo acaricio; levanto el dedo y estiro la bombacha, acaricio ambos cachetes moviendo lentamente el índice entre la tela y su piel. Sabrina se agita apenas. Anoche, sus suspiros eran cortos e inaudibles. Ahora, en el silencio total de la mañana, escucho apenas un resoplido. Ella me acaricia el vientre con el reverso de la mano. Un rato más y desistimos. Ninguno de los dos dice nada. La cortina sigue moviéndose, dejando entrar aire y luz, cambiando los colores de la pieza. Escucho un martilleo a lo lejos y algún pájaro cada tanto. Veo a Sabrina mirar el cielo; tiene ojos soñadores pero sospecho que ocultan tristeza. Es raro estar en esta situación con ella, pero se veía venir. Ella me conoce. Sabe todo de mí, sabe como soy.

Anoche, cuando quedamos solos y no había más nada por decir ni por hacer, nos fuimos acercando lentamente. Ahora debería llevarla a su casa, pensaba, pero seguía mirándola y ella a mí. Ambos sabíamos -porque lo habíamos hablado antes- que dejar que el otro dé el primer paso no nos absuelve de la responsabilidad. Sin embargo, ahí estábamos, midiéndonos muy cerca, sin decidirnos. Al fin le pregunté ¿quién se animará primero?; entonces ella vino hacia mí con la boca abierta y me besó, y así nos fuimos demorando en la cocina rumbo a la pieza. Sus pestañas largas me hacían cosquillas en los pómulos. Sabrina es toda suavidad, desde su forma de hablar hasta sus movimientos. En el recuerdo difuso de la noche, su cuerpo leve pierde peso mientras se entrelaza con el mío.

Hace calor en la habitación, es cierto. El aire es sofocante y caliente. Cuando la cortina de tela gruesa se hincha podemos atrapar una ráfaga y respirar, y distraernos con el charco celeste del cielo. Es martes 6 de enero; día de reyes para algunos niños. Sabrina se niega a decir palabra y yo a mirarla. Me acuerdo ahora de una chica tempestuosa con la que salí un breve período; me gustaba su voracidad en la cama pero nunca pude, o quise, enamorarme de ella. Cuando intenté dejarla, se lo tomó muy mal. Me dijo, entre insultos y reproches, que debería ser más cuidadoso con las personas. Recuerdo la escena: ella iba y venía por la cocina, gritaba, gruñía o se quedaba callada, ofuscada como un niño, siempre sin mirarme. Mientras, yo permanecía sentado y silencioso, dejándola descargarse y deseando que se fuera. Tenés que ser más cuidadoso, pienso ahora, me digo a mi mismo, mientras miro a Sabrina, que no tiene el impulso de aquella chica aunque sé, porque la conozco, que ha sufrido mucho.

A pesar de estos pensamientos, no llego a torturarme ni a perseguirme. Ella se muestra igual de ausente que yo. Nos levantamos y vamos al jardín. Tomamos mate y hablamos de nuestra amiga Lupe, o Lupita, que estuvo de juerga con nosotros anoche, en esta casa, y nos hizo reír con sus largos monólogos torturados. Miramos a mi perro moverse de un lado a otro en el jardín; detrás de la reja pasan motos, autos y bicicletas. Al otro lado de la calle hay un enorme descampado verde que contiene canchas de fútbol, silos abandonados y una estación de tren en desuso. Le cuento del circo que había venido, unos meses atrás, a instalarse en el baldío. Era un show para adultos, tipo teatro de revistas, aunque nada en la carpa ni en las luces de su fachada ni en su nombre (Magic Circus) lo delataba. Sólo decía, pequeño, junto a la entrada, “apto para mayores de 18 años”. Cuento que apenas duró una semana porque no tuvo éxito. Me dice que nunca se enteró de ese circo y me pregunta si yo fui. Le digo que no, pero que una vez vi algo interesante en su campamento, una noche que volvía a casa y acorté por ahí. Vi, entre el convoy dormido de camiones y casas rodantes, una luz que salía de una puerta recién abierta. Aparecieron dos vedettes emplumadas, de dorado brillante, abrazadas a un mimo con un traje negro. Una tomaba de pico un champán, la otra se sacaba barro del zapato. El mimo iba en el medio, riendo ruidosamente, a los gritos. Era dos cabezas más bajo que ambas mujeres y la cara blanca parecía, en la oscuridad, fluorescente. Sabrina mira el campo radiante bajo el sol y dice que le cuesta creer mi historia. Yo sonrío, tampoco encuentro posible situarla en el baldío que veo. Al rato me pide que la lleve.

El auto está sofocante; abro las ventanillas y dejo la radio apagada. Me asusto al cruzar un control de tránsito, empiezo a frenar pero vemos que sólo paran motos. No tengo carnet ni la tarjeta verde del auto. Sabrina ríe; casi te entregás, me dice. Atravesamos el boulevard central, bastante vacío a pesar de la hora, mirando las palmeras, los carteles sobre la calle, el empedrado protuberante y el canto rodado rojizo de los canteros. Conozco bien los objetos del boulevard; siempre me han parecido nefastos y representativos de lo peor de esta ciudad-pueblo, de los necios que se mienten a si mismos. Me fui apenas pude y siempre renegué de su idiosincrasia. Ahora este boulevard céntrico me parece plácido y hogareño. No sé en qué parte de todo esto me estoy mintiendo a mi mismo.

Dejo a Sabrina frente a su casa. No sabemos cómo despedirnos, creo que ella quiere darme un abrazo; yo le doy un fuerte beso en el cachete. Ella intenta sonreírme, a mi no me sale ninguna mueca. Baja del auto, la miro cruzar y arranco. En la esquina doblo; voy por calle Colón y agarro Rivadavia. Dejo el auto a una cuadra de la plaza. Quiero visitar a Fito en su estudio, pero él no está. Paso por el negocio de Marcelo, que es al lado. Lo encuentro tras el mostrador; tenemos una charla rápida y algo forzada. Hace tiempo que no nos veíamos. Le cuento que anoche vi a Lupe y Sabrina. Ah mirá vos, me dice; luego, con otro tono, acota: la Lupe está loca. Yo le sonrío sin decir nada, miro el local un rato y me despido. Atravieso la plaza. Me siento en un banco al sol y me vuelvo a levantar. Mucho calor, mucha inquietud. La zona está en plena actividad. Tengo los ojos rojos y el pelo parado, pero mantengo la actitud. Cada tanto huelo una nube de champán. Entro a la municipalidad. Me encuentro con el Toni, un experto en considerar a las mujeres casi nada más que como objetos sexuales. Me cae bien el Toni. Yo sé que él no se miente y que no diferimos demasiado, aunque yo pregone la amistad con chicas, el romance y el respeto. Si el Toni se miente, será en insistir en su misoginia y su machismo, lo que volvería su actitud falsa e impuesta, y eso, creo yo, sólo puede ser bueno.

Una rubia super sexy y altanera pasa junto a mí y me mira, sin cambiar la seriedad de su expresión. Se parece a Betina O’Connell. Baja las escaleras y antes de perderse veo sus ojos celestes sobre mí otra vez. No sé si ellas perciben algo, pero esta mañana me siento flotar en la bruma de las mujeres.

Salgo de la municipalidad. Quiero desayunar en un bar: facturas, café y jugo de naranja; pero antes compraré un libro para leer mientras tanto. El canje de revistas de la esquina de Lehmann y Alem no está más. Vuelvo sobre mis pasos y entro al enorme supermercado. Miro las cajeras detrás de los mostradores metálicos en hilera, con su uniforme azul a rayas, como de maestra jardinera. Solía tener, en distintas épocas, novias y pretendientes trabajando aquí. El recambio constante de empleadas me permitía la variedad y la discreción. Ahora miro a estas desconocidas. Hay muchas teñidas de rojo o de lila, muy jóvenes y pálidas. Parecen apagadas, pero quizás sea fruto del ambiente de trabajo y el uniforme. ¿Las que conocí eran especiales? Creo que no. No lo sé, en realidad; nunca las conocí demasiado. Si me pongo a pensar encontraré algo especial en cada una de ellas, pero no tengo ganas de eso. Veo ahora una chica que reconozco. Tiene el pelo castaño y ondulado, nariz larga y unos labios muy finos. No es linda ni fea; es normal y no me trasmite nada sexual. La recuerdo de verla siempre que visitaba a las otras. Trabaja hace años aquí y parece que lo disfruta, aunque sin entusiasmo. Le tengo cierto respeto. Creo que tiene un secreto valioso que desconozco o que no puedo comprender. No me interesa acercarme a ella, pero seguir viéndola en el supermercado se me hace necesario ahora, que puedo sentir que pertenezco a esta ciudad, que soy parte de su juego y que me miento a mi mismo.

Paso por el negocio donde trabaja Lupita. La veo sentada tras un escritorio con los párpados bajos; por momentos cabecea dormida. Cuando le golpeo el vidrio se despierta y me sonríe; sale a mi encuentro despabilada. Le pregunto cómo se levantó. Cuando desperté esta mañana no la encontré en la cama donde la dejamos durmiendo. Me dice que se despertó sola a las siete y media y que salió corriendo porque entraba a las ocho. Llegó descalza al trabajo y con la remera manchada de vino, así que tomó una mía; la que tiene puesta ahora. No parece habernos visto a Sabrina y a mí durmiendo en la otra habitación. ¿Cómo que llegaste descalza?, le pregunto. Si, me dice, así fui a tu casa ayer, me gusta ir descalza en mi auto super-sport. Por suerte acá dejé unas sandalias. Nos miramos en silencio. ¿Sabrina no se dio cuenta de nada?, me pregunta, y me sonríe con esa sensualidad que siempre me ha provocado. No, ni un poco, le digo yo.

Anoche, las veces en que Sabrina fue al baño, Lupita y yo nos besamos. En la primera ella me dijo estás lindo, y yo le dije, no, vos estás linda. No me mientas, me dijo, y me llevó del brazo hasta el espejo. Mirame, no estoy como antes, como cuando me conociste. Nuestras cabezas se tocaban mientras mirábamos a la Lupe reflejada. Estás más linda que nunca, le digo, no recuerdo aquella que conocí, la que sos ahora la supera. Nos ponemos a bailar. Nuestras frentes se rozan, sus caderas se agitan lenta e implacablemente. Me excito y la malla fina me hace la erección evidente. No sé si Lupita la ve o no, sólo sonríe relajada mientras baila con los ojos entrecerrados. Tengo que ir a ponerme un calzoncillo, pienso, y me despego de ella. Rumbo a mi pieza me cruzo a Sabrina que vuelve del baño. Tampoco nota mi erección. Cuando regreso, Lupita y Sabrina bailan abrazadas y riendo. Son amigas desde hace muchos años. En la adolescencia eran inseparables; yo me las cruzaba por la calle y me saludaban con bromas y cariño. Cuando empezaron la facultad, alquilaron juntas un departamento. Yo me mudé a la misma ciudad y empecé a frecuentarlas, pasando largas horas con ellas hasta hacernos muy cercanos. Ahora vivimos en lugares diferentes, desconectados y cambiados. Lupita se recluye en la casa de su madre; Sabrina trabaja todo el día en una escuela rural y llama a su amiga de vez en cuando. Lupita opta generalmente por no atenderla; no porque estén peleadas, quizás ella la asocia a un pasado que ya no existe, o sólo se siente alejada de las personas. A veces sucede que, en algún día de verano, como ayer, uno (en este caso yo) visita a otro (Sabrina) y estos dos van en busca del tercero, y así nos volvemos a juntar otra vez.

Lupita, de día y en la puerta de su trabajo, me mira divertida y seductora. Piensa que no deberíamos decirle nada a Sabrina. Yo pienso lo mismo, le digo, pero también que nosotros dos deberíamos vernos otra vez. Ella ríe y me dice que irá a mi casa hoy, después del trabajo, “para discutirlo”. Me despido; sin duda la reunión de anoche le ha hecho bien. Está mejor que ayer; sin la apatía de la tarde, cuando la fuimos a buscar con Sabrina y nos miraba como sin entender qué hacíamos ahí, y sin la resignación de la madrugada, antes de que el alcohol la duerma. Pienso que es permisible querer acostarse con amigas deprimidas, les ofrezco sentir algo distinto al dolor. Me parece hipócrita y vulgar el pensamiento, pero igual se instala en mi conciencia.

Me compro dos libros en El Saber. Veo a esa chica que solía ser novia de un amigo de la secundaria. Siempre me han parecido sensuales sus labios despegados y la forma sugestiva de manifestase. La saludo y hablamos mirando los lomos de los libros. Trabajo en un estudio, me dice. ¿Podés leer allá?, le pregunto. Yo soy abogada, los libros son para leer en mi casa. Ahh, digo yo. Podría hablar sobre literatura, preguntarle sus gustos, recomendarle algo apasionante. Pero me alejo sin saludarla, pago los libros y me voy. Tengo dos amigas, dulces e intensas, que saben del dolor y la soledad, que comparten conmigo algo más que el lugar donde crecimos y las fiestas. No quiero, por más provocativa que sea, una abogada arrogante, despreciable espécimen típico de esta ciudad. Sabrina, Lupe y yo estamos en un núcleo de aislamiento y resistencia. Nuestros amigos en común están casados y eternamente preocupados por tener más dinero. Ellos no saben de nuestro agitar interno, ni lo entienden y ni les importa. La reunión de anoche fue una gema inusitada en estos días grises. Quiero mucho a estas chicas y no quisiera que nada estropee lo que reencontramos.

Vuelvo a casa. Hay un desastre formidable. No puedo hacerlo desaparecer todavía. Me cocino hamburguesas y me siento en el sofá. Anoche la Lupe, con palabras estiradas y gritos roncos, hablaba sin parar. Sabrina y yo la escuchábamos, divertidos por su forma descabellada de expresarse. Nos habló, con tono de profesora o doctora, de un “diploma” de su anterior trabajo que tiene colgado en su casa: “La señorita Guadalupe Vega se encierra a llorar en el baño”. Nos dijo que habita en el planeta hongo, que afuera la sociedad se está pudriendo, que la única solución es leer mucho, y que hay que abrazarse al dolor porque es lo único real. Bella y animada, tenía una remera estampada con un tigre que dejaba libre un hombro, el pelo rubio en un rodete y una copa brillante en una mano. Se movía lentamente con la música bajo nuestras miradas y sonrisas; nos dijo que cuando era bailarina se sentía iluminada, como tocada por Dios. Nos habló con desprecio de su auto nuevo y de los celulares que pierde cada semana. Nos mostró cómo vende un equipo de aire acondicionado: se apasiona enumerando sus cualidades y los clientes quedan maravillados, pero esa exaltación oculta el odio a ese comprador y a la sociedad que representa. Tensionando los dedos de la mano libre nos gritaba la verdad oculta: “¡Te odio!, ¡Sos un imbécil!, ¡quiero partirte este aparato de mierda en la cabeza, rajá de acá! ¡Te odio! ¡Te odio!”. Sabrina reía y reía, desparramando su larga figura en el sillón, mirándome cómplice. Tenía una paz inmutable que nos envolvía a los tres y que consideré imprescindible. Me imaginé que Lupita podía ser actriz y le dije que debería empezar teatro. Renunciá a ese estúpido trabajo, le repetía una y otra vez, a los gritos porque no parecía hacerme caso. Le doy una reprimenda: ¿terminaste el monólogo?, ¿vos te escuchás cuando hablás? No, me dice, en el trabajo me preguntan lo mismo. Ella no se ofendía con mis regaños, yo no me cansaba de escucharla y Sabrina no dejaba de reírse. Tomamos todas las botellas de champán que nos privamos en las fiestas. Jugamos con las muchas luces de la sala hasta encontrar la atmósfera justa. Escuchamos toda clase de música, desde Jorge Drexler invocando la calma, hasta el rock diabólico de Led Zeppelin. Sonaron baladas de Elton John, blues de Pappo, el David Bowie más tecno. Bailamos los tres al ritmo de un funk sensual y minimalista. Nada parecía fuera de sintonía. Sobre el final de la noche sonaba la voz paternal de Lou Reed, cuando Lupita ya dormía y Sabrina y yo luchábamos en la otra habitación por algo de lo que nunca sabremos el por qué ni el para qué.


De Anibal Chicco

viernes, 25 de diciembre de 2009

Amigos en la ruta de Néstor Mendoza

Me gusta veros amigos
en las barbas de Whitman
y su salud perfecta de 36
en el arcano 17 de Bretón
en los halcones de Prodan
en el hashish de Baudelaire
en la mirada esquiva
de dioses guerreros
en los cuerpos atravesados
por lenguas extrañas
me gusta
siempre.

El ojo (más allá) de Mauricio Rey.

Un dia asi,
cargado de papeles,
trabajo,
con esas cosas en la casa:
Vacio!!!
mato el tiempo!!!
estrello un reloj contra la pared...
Wonderwall
suena en la radio,
quiero aferrarme a vos,
recorrer tus orillas,
dormirme bajo tus piernas,
dibujarte flores,
ángeles para tus ojos,
para que te guien,
unos centinelas.
Allá!!! allá donde vives!!!
sólo hay luz, oscuridad para volverse en sí,
para ir al centro,
para desarmarse y concentrarse.
Ver fotos,
analizar palabras,
desmenuzar la esencia,
vivir la vida,
escribir, hacer ciencia.

Momento II (Claire de lune) de Julia Jorge


Sentada en el umbral, escuchando el cielo reventar, deje caer mi cabeza para leer la página:

“Cuando no puede uno ayudar, debe callar. Nadie debe empeorar con su desesperanza el estado del paciente.
Por ello mismo deben ser destruidos todos mis garabatos. No soy una luz. Solo he quedado enganchado en mis propias espinas. Soy un callejón sin salida. Franz Kafka”.

Pensé en mí. Levante mi cabeza. Ya goteaba, como si las gotas me afirmaran mi presentimiento sobre las últimas líneas leídas.Agarre el lápiz y en el margen escribí:

“Me acuso a mí, por cargar este nombre, que es solo un rayón más. Por que no puedo armarme de paciencia para desenredar el nudo que ata mis manos y poder explicar de qué se trata esta pasión que búllese en mi sangre.”

Me nublé. Dejé de escribir. El suelo estaba completamente mojado. En estos últimos días, las grietas de mi cuerpo, arden.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Lamento de Maria Lujan Luna


Sin un hombro para llorar.

Sin lágrimas que desperdiciar.

Sólo palomas vuelan con el viento.


Es apenas dolor lo que yo siento.

Pero no me supe expresar.

Yo

Nunca aprendí a hablar.

A gritar.

Siempre parada a un costado.

Nunca del lado contrario.

Un estereotipo.

Un molde.

Una fotocopia en cadena.

Casi, casi un alma en pena.


Aunque no hice ningún esfuerzo.

Nunca tuve un solo tropiezo.


Todo lo que tenía era prestado.

Todo Ajeno.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Numeral... de Walter Neirot.

Sólo el invierno,
la ropa en un rincón,
el vaso vacío,
el atardecer intacto,
algún recuerdo mantenido en vinagre,
el reloj cubriendo el bidé,
mis manos presionando,
la tela, el vino,
una ola que despierta a solas,
respirar, otra vez, de nuevo,
sembrar los cabellos,
llevar tus palabras a la nieve,
usar los labios para poses,
los gerundios para lo que no haces,
hasta que el invierno,
el humo y las palabras
vayan borrando tu rastro inexistente...

La espera de Diana Beláustegui

Ya hacía un tiempo que vivía ahí y estaba acostumbrada.
Al principio, la estadía se tornó dura. No encontró a los que pensaba encontrar. Cuando llegó, ellos ya no estaban, se habían ido. En su lugar halló gente extraña, y no eran tantos tampoco.
Se habituó a las largas charlas, en las tardecitas, sentada a la salida de su morada, recordando historias antiguas. Aprendiendo también a convivir con el pasado, a aceptarlo como tal, como algo perdido. ¡Eso llevaba su tiempo!
En la primera semana se sintió desolada, lloraba mucho. Había mañanas en las que gritaba tan fuerte su impotencia que los gritos eran escuchados por los ocasionales visitantes del lugar, haciendo que más de uno huyera espantado.
Los que llegaban estaban un tiempo relativamente corto, comprendían todo, miraban lo que dejaban con ojos tristes y se marchaban arrastrando los pies con resignación.
Ella no. Se negaba a irse. No se iría sola como el resto. Ella lo esperaría. ¡Él no se merecía otra cosa! Ella esperaría lo que hiciese falta y el día de su entrada… le abriría el portón.
Se sienta y cuando piensa en eso es cuando realmente se siente feliz.
Ella sabe que llegará, seguramente, vestido con su mejor traje y escoltado por parientes llorones. Quiere ver su expresión cuando lo dejen solo y la encuentre. Cuando ella decida mostrar su rostro macabro con la pestilencia que traen los años y que se adhieren mohosos a su ser.
Ese día lo tomará de los hombros y lo conducirá al lugar donde se merece estar. Quiere verlo entrar, quiere verlo aterrado y suplicante, así como él la vio aquella última vez.
Se sienta afuera y contempla el tiempo pasar. ¿Qué son diez años, cuando uno espera por la venganza? ¡Diez años, no son nada! Ya llegará.
Por lo pronto, durante las noches, entra al mausoleo y se sienta a contemplar lo que queda de la belleza que supo poseer y acaricia los huesos rotos del cuello para no olvidar. Para poder seguir esperando sin olvidar.
Suspira profundo y los perros ladran.
Él llegará.

Escritor de Diana Beláustegui

Fabián tenia una uña larga en el dedo índice de su mano derecha. Cada 15 o 20 días (variaba según episodios personales o influencias externas) sentía dolores de cabeza que se alternaban con sensaciones de presión en la frente. A veces aguantaba 5 días antes de realizar su ritual de curación.
Se sentaba a la mesa, ponía una cartulina blanca y se acomodaba en la silla, con un toallón manchado, atado al cuello, cubriéndose pecho y espalda. Buscaba con la yema de los dedos un lugar específico en la zona del parietal derecho. Cuando la encontraba clavaba la uña, hundiéndola lo más posible. La piel pronto cedía, el cráneo tenia en ese lugar un agujero cuyo diámetro no superaba el medio centímetro, era cuestión de rasgar y cortar, luego introducía un tubito de una lapicera y ladeaba la cabeza para que saliera lo que provocaba la presión. Primero eran grandes letras imprentas, mayúsculas, times new roman negrita que se intercalaban con palabras en arial narrow cursiva que caían formando charcos y coágulos espesos. El tratamiento para su presión comenzaba a funcionar a los diez minutos, sentía alivio, y el dolor comenzaba a desaparecer. Experimentaba cierto mareo y una sensación de embriaguez que rozaba lo orgásmico. Con una toalla se limpiaba el costado de la cabeza y juntaba los pliegues de piel tapando el orificio. Pronto cicatrizaría, era cuestión de horas. Tomaba la cartulina manchada y comenzaba a moverla de un lado al otro como quien lee la borra de café en una taza.
Las frases se formaban solas y la historia surgía delante de sus propios ojos. Luego hacía secar la cartulina y la enmarcaba usando madera apenas pulida, protegida con un barniz mate. Las colgaba en una habitación amplia, preparada solo para sus obras, la pared estaba pintada en rojo bermellón, quedaban pocos espacios vacíos, en el centro había un sillón grande al estilo Luis XV en el que luego se sentaba para conmoverse con sus historias.
Nunca quiso ser escritor, nunca lo planeó, pensó ni tramó. Pero estaba signado en su camino.
A los 15 años una bruja, medio chamán y medio espiritista tocada con la varita de la locura después de haberlo observado un rato largo, lo sentenció.
- Las mejores historias saldrán de tu mente.
Y cuando él rompió en carcajadas la vieja le clavó la uña en el lado derecho haciendo crujir el cráneo y provocando la abertura en el hueso.
El dolor punzante duró unos segundos y ella siguió:
-Tu vida dependerá de ello, todo lo que tu espíritu creativo dicte se irá moldeando en tu cerebro y si no lo sacas, morirás. ¡Tu destino está marcado, niño! ¡Acabas de nacer, escritor! Bienvenido al mundo de las letras, doloroso y placentero, solitario y abrumador.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Imposible de Néstor Mendoza.

Es imposible que vuelvas
he cambiado cerraduras
y uso llaves nuevas.

mi corazón
bien
gracias.

Pequeñez de Juan Manuel Aragón

Tener es ser.

-Ché, remember el pebete mequetrefe.
-¿René Gerez? ¿El que bebe leche? ¿El que vé peces en Telefé?
-Ese, ese, el que crece entre memeces.
-Mercedes Belén Tévez de Pérez Betbeder es demente, se desprende del precedente entremés que emerge del repelente gen.
-El brete crece del deferente emerger.
-Eh, qué querés.
-Que esperes.
-Déle, déle, él es excelente.
-Pelé, encrespe el presente, frene el flete, peleche entremeses, vele chébere kermés. Enceste.
-El breve gen teje el best-seller célebre.
-¿El best-seller es fetén-fetén? ¿De qué depende?
-De Fede Vélez, de Tere Neme, de René Mestre, del Bebe Becker, del Nene Pece, de Teté Meneses, de Petete Estévez.
-El revés del deber ser.
-Me tenté, esperé de Hermes el desprenderse del perecer. Pequé de repente, entregué el cheque.
-Recele del vesre.
-Qué merequetengue perenne.
-Sé breve.
-Que pene Menem, qué pequeñez, que se estrese, que se eyecte.
-¡Eh!, ¡frene!, ¡frene!
-Esperemé, qué teme.
-Que le den el dentre.
-Emerge el ex entre entes peleles.
-Leer el presente teje embeleses.
-Que cese, que cese. Que se emperne, que se le despeleche el tele, que se emperre, que rece.
-¿Que espere el tren?
-¡Jé, jé, jé!

De Esther Petersen Negrete: «Helen Keller en el destete del bebé».

Las magas de Juan Manuel Aragón.

Las magas amaban la casa. A las cansadas daban nalgadas; laxas, parlaban la tanda, changas baratas. ¡Araca! Ana Carrara, Amanda Abdala, Mara Artaza, Tamara Zapata, Marta Aranda, Aldana Lara, Pabla Galván, Sara Amaya, Ada Barraza, Carla Cajal, Sandra Carranza, apalabraban al Rajá. Las magas sacaban la bata, andaban vagas, hablaban para Caracas, Canadá, La Plata, Samarcanda, Catamarca, Andalgalá, Canán, La Pampa, las Cataratas, Calama, Amamá, Granada, Las Palmas, Salta, Navarra, Panamá, La Matanza, Paraná, Aracataca, La Banda y La Kaaba para ramadán.
Las magas agarraban la navaja, apalabraban la rambla, daban lata a la cana y manyaban carnaza, nalga, caballa, papa, batata, manzana, naranja, ananá y castañas. Sacaban la nata.
Las damas amaban al galán falaz y las sábanas ganaban al alba. Daban largas a la cancha, bajaban las patas al canal y agarraban la taba, la pallana y la larga sanata. Trabajaban nada, ¡alhaja las ñatas! Sanaban a las patadas las manchadas astas. ¡Satanás! ¡Satanás!
Andaban varadas, nadaban y cantaban la mar astaba sarana, sarana astaba la mar. Haraganas. ¿Las plantas? Arrayán, pacará, jacarandá, jana. Hamacaban la caja, las majas marcaban las barajas, andaban tras las largas caras, las galanas. Para la macha, mandaban a la gárgara caña cachaza. Al marcar las cartas, abarataban la laca y mataban la basta sanata. Y, ah, las magas, abracadabra, las patas daban a la cabra. La cámara ya las llamaba para amar.
¡Magas!, ¡magas! Tan tarambanas, tan malsanas. ¡Tan bataclanas, las flacas!

jueves, 17 de diciembre de 2009

¿Coelho o Kafka? ¿A dónde mando el sms? de Belén Cianferoni.


Mis amigos tienen una actitud positiva cuando muestro mis cuentos o las pseudo crónicas que escribo, me ven y preguntan con una cara licuada entre preocupación y solidaridad, Belencita… has tocado fondo…, y me dicen entre llantos mocosos ¿Belenchus en verdad estás tan mal? te entendemos. Temen por mi vida, que en un acto desesperado salte de algún lugar alto, que me extra medique, o quien sabe cuántas cosas fuleras …productos de una imaginación a base de fernet y puchos baratos (puede agregarse también el sostén de educación básica argentina a medio hacer, es el resultado de varias profesoras de lengua del secundario). Lo que no consideran es que de hacerlo, de en verdad sacar el último aliento a este saco de huesos con cuero y baches, lo haría de una manera más artística que los suicidios asistidos por crónica tv… y lucrativa para mis cuentos de paso, aunque no disfrute de ver como mis escritos prosperan, pero no importa… pero… y si me hago la muerta… así podría ser que… Es peligroso, fraudulento e inútil seguir en esta línea de pensamiento, mejor dejo de seguir maquinando esto. Me autopropongo ir saltando de tanto en tanto a otro tema que no involucre ningún artículo del código penal.
Cuando aterrizan las preguntas incomodas sobre mi estado emocional respondo intentando guardarme las malas palabras muy adentro mío: No, todavía no sigue la idea de seguir puteando un rato más, todavía no compre un libro de Bucay o de Coelho.
- Yo quiero morir ahogada en sopa de letras… me imagino los diarios, los encabezado y a crónica tv con las trompetas… “”PIBA QUE ESCRIBÍA SE AHOGA EN SOPA DE LETRAS”… fantástico. Después les dejo unos cuentos periódicamente a unos amigos para que simulen encontrar los escritos de mi época depresiva en algún cajón o caja fuerte. Doy una comisión a cambio, y que ellos inventen un contexto en el que los escribí (conociéndolos el contexto va a resultar mejor elaborado que los cuentos), así puedo vivir en paz en Machu Pichu, en Irak o en Georgia del Sur, algún lugar tranquilo y sereno fingiendo mi muerte y tomando unos tragos de vodka de vez en cuando. –
De tanto en tanto, después de tantas preguntas, me quedo pensando: cómo sería mi vida si comprara libros de autoayuda y superación. Aparte de perder el respeto de mi persona, se agregaría también que podría llegar a ser feliz, y por ende cambiaría mi manera de escribir. ¿Cómo sería una Belén con el cerebro lavado, limpio y fresco como una lechuga? De seguro escribo poesía y de amor, pensamientos pedorros con un hilado grueso y obvio, no escatimaría en rima ni en mundos paralelos y danzantes, con muchos unicornios y hadas, plagado de mensajes moralizantes y rectos donde se podría aprender de… que se es posible ser feliz y escribir pelotudeces.
- ¿Otros escritores habrán fingido su muerte? Kafka es sospechoso… es demasiada casualidad que aparecieran de la nada tantos escritos periódicamente a manos de su amigo, de su secretario, digo por decir presunciones nada más, sumándo su joven edad y esa enfermedad fulminante tan bien preparada. Todas esas circunstancias de su vida me suenan a imaginación perseguida por el apuro de aumentar el valor a la obra artística. –
He recibido un par de libros de Coelho como regalo de cumpleaños -que alentador- por parte de mis amigos –reitero que alentador– pero se transformaron siempre en dinero cuando los vendo a las vecinas de enfrente y ellas tan gustosas por el envío a domicilio, pagan un pequeño precio extra, que es solo un 25 por ciento sobre el monto que abonaron los agridulces buitres que tengo por amigos, es cierto la felicidad no tiene precio, pero para mis vecinas de enfrente si, y con un recargo del 25 por ciento.
- ¡No quiero llegar a imaginarme el precio de mis falsos libros póstumos si fuesen de autoayuda o de superación! Siento que estoy perdiendo plata fingiendo estar viva para mi familia ¡Y triste!, en vez de estar muerta tranquilamente en algún lugar francés o tropical quizás y feliz escribiendo boludeces. ¡Qué garka era Kafka! De seguro él sabía todo esto, y no esperó para hacerse el difunto. Aunque si me mato (en ficción), no tiene sentido que escriba cosas lindas, seguro el que escribe cosas lindas tiene una vida muy feliz, y no se mata porque sí ahogándose en una sopa de letras. -
Todo mejoraría con los libros de autoayuda, sería tan feliz que bebería de noche sin preocupaciones, compraría ropa de moda hasta que la tarjeta de crédito se empache, reiniciaría el nuevo día cantando, besaría bebes en la frente, comería barras de cereal a pesar de que tengan un sabor a cartón asqueroso pero no me importaría porque tendría un radiante sabor a campiña francesa mojada por las suaves aguas del perfumado riachuelo, iría a escuchar chacarera aunque la odie con toda mi alma pero me reencontraría con mis raíces –nauseabundo que no?-, usaría la palabra raíces pero siempre en buen sentido –puaj-, le daría una nueva significación a lo que significa la palabra bienestar mental –¿qué?–, podría estar bien con mi intra-yo-interno –usan palabras así ¿qué no? – tomaríamos licuados en vez de cafés y mi intra-yo-interno me contaría que se siente para la mierda viviendo esta mentira que llamo vida alegre. La mirare a los ojos y le diré muy enojada: ¿Qué diría Coelho si te viera así? El sabe de esto porque sabe… Se decepcionaría, y sabes qué pasa cuando Coelho se decepciona… Nos mataría a las dos… Yo no te conozco, en verdad no te conozco… Vete… fuera... Vete… ¡¡¡Coelho perdóname… esta imbécil no sabe lo que dice!!!
- Escribir siempre libros deprimentes y tristes puede llevar a suicidios, dice el prospecto de los libros de Poe y Quiroga. Es decir, que en mi falsa vida (o falsa muerte, uy que lio), el escribir sobre temas completamente deprimentes hablando de violaciones, depresiones, mutilaciones, asesinaciones, y todos esos iones de carga negativa, puede llevar a matarme de verdad, encima nadie iría a mi velorio (¿Cómo son los velorios en Georgia del Sur?), porque ya fueron al otro falso velorio a cajón cerrado porque me ahogué en un sopa de letras insulsa mientras sostenía un par de cuentos en la mano para la promoción de Alfaguara (de seguro Luis María me saco una foto). –
En el fondo ¿cuál quedaría de las dos opciones?, mando “fuerzabucay” por sms al 6969 o “ahogatenlasopadeletras” al 9696, ¿o en verdad hay algo más? Hay algo más fuerte… Y de seguro no está en un mensaje de texto.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Redondos de Ernesto Giménez

esa noche temí besarte

me decías que

no

no daba

esa noche te pedí el celu

me diste un número

equivocado

esa noche te dije

que me gustabas

una bocha

pero vos estabas

con otro

chabón

esa noche yo cantaba

algo de los redondos

no sé

ponele

“ni bien amainó

la tormenta, olvidó

las promesas hechas

otra vez!”

pero vos

como siempre

andabas en otra

martes, 15 de diciembre de 2009

Noche de Néstor Mendoza.


Si uno pudiera decir algo
Algo de uno a cien
Algo de uno a la sien de otro
Y a pesar del otro.

Si uno pudiera escuchar algo
algo menos que los ruidos propios
si uno pudiera escribir algo
que no sea sol
ni luna
ni amor
ni dolor
ni canto.

No estaríamos así
como este nopasanada
solos y aburridos
mirando telarañas
en el techo
de un lugar que no es.

La telaraña de Andrés Navarro

en el techo de mi
habitación

en un rincón
arrinconado

una arañita
tejió su telaraña

con una escoba
la desarmo toda

porque sí
porque da mal aspecto

lunes, 14 de diciembre de 2009

Generación del 80 de Ernesto Giménez

Cuando me dicen
si sigues así
uno de estos días
te vas a morir
yo contesto
me voy a vivir
a misiones
así consigo cucumelo
y me pierdo en las cataratas

no conozco las malvinas
el día que nos ganaron
los yonis
yo cumplía dos años
14 de junio del
ochentidós
por ciento móvil

a veces pienso
en misionar en las malvinas
pero no hay cucumelo
que alcance
en islas Malvinas
pasando la Aguirre
como yendo
al cementerio
donde aguarda
la muerte
de los pobres.

Porque este es el fin de todo de Luján Luna

Porque los sueños nunca conocieron finales felices
Porque la ira nunca conoció momentos buenos.
Porque la luna nunca conoció a su sol,
Más allá de unos cuantos eclipses
En los que estaban unidos por un lazo de amor.
Porque las plumas desperdigadas en el jardín
Me recuerdan a mi infancia,
Aunque pronto las llevará el viento,
Siempre dejarán impregnada tu fragancia.
Porque lo último siempre es lo mejor,
A pesar de que es cuando más se nota el dolor.
Porque un perdón no borra todo.
Porque para un todo hace falta más que eso.
Porque eran unos pocos los que realmente vivían,

Los que nunca olvidan,
Los que retienen el pasado,
Los que asumen el presente,
Y los que no piensan basándose en el futuro
Eran los que el viento los había elegido.

Porque el punto final es el que más dolor crea.

Según mi querido Lucius, la razón no existe. Y menos para los que escriben.
Para ellos, todo está en el papel.
M.L.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Declaración de Néstor Mendoza


Un hombre no se baña dos veces
en la misma lágrima
y
la paloma tuerta
dibuja el ojo que le falta
en un vuelo
que no se parece a la muerte.

Corto y social de Néstor Mendoza

A mi hermano Adrián Carrascosa
Un clavo miguelito
dos albañiles con alas
tres banderas muy rojas.

Y las ganas inmensas
de patear el tablero
para siempre.

222 patitos de Néstor Mendoza

Que tu abandonante
te mire llegar
acoplado en un jean viejo
enguantadas las manos
casi seguro casi pálido

es una experiencia que te nubla

ella mide sus gestos
calcula lo que no va a decir
y el humo del cigarro
no te ayuda

y aunque hagan comosí
fueran viejos conocidos
no hay rastros que los anuden

el café hierve
en el frío de la tarde
sin testigos

222 patitos
ríen con las manos
tapando sus bocas.

jueves, 10 de diciembre de 2009

KO de Andrés Navarro


Estoy boxeando con una mujer. Golpe va, golpe viene, la tengo contra las cuerdas. La tipa ya está aflojando. En eso que le estoy por dar el golpe knock out la muy perra me lo hace un amague. Ahí, en la misma posición contra las cuerdas. Flexión de rodillas, movimiento rítmico de cuello, cintura, todo en extraordinaria coordinación. Un pasito hacia su izquierda y otra vez al centro del ring. Entiendo algo que tal vez no tendría que entender. Giro hacia el centro del cuadrilátero y veo otra vez a ese fácil rival, frágil contrincante que parece convocar mis golpes. Muy distinta a aquella que en un flash de lucidez me había eludido segundos antes y había provocado que el asalto comience otra vez. Comprendo que ella no me iba a atacar si yo no lo hacía antes. Esta vez no continúo. Me doy media vuelta y bajo del ring. Me saco los guantes y se los paso a un joven pugilista al que miro de un modo que no comprendo. Dejo de entender lo que siento. Camino algunos metros de entera contemplación; tal vez mucho más que sólo metros. Un gentío ruidoso me llama la atención. En el centro puedo vislumbrar la sensualidad reencarnada. Una mujer. La dulzura hecha ojos. La suavidad hecha piernas. Tengo que ir a su encuentro. No sé si sentí antes este impulso. Me hago paso entre la multitud. Me encuentro de frente con un viejo que me mira de un modo que no comprendo pero no me importa. Tampoco entiendo por que me da unos guantes ¿hará frío? Ella está en una especie de entarimado, sola, parece esperarme. Subo, sorteo unas cuerdas que rodean esa especie de escenario, ¿será actriz? Mi corazón late a mil. ¿Cómo puede ser que estés tan sola? Me acerco. Es tan hermosa. ¿Le gustaré? Es tan hermosa…

sábado, 5 de diciembre de 2009

"A la brevedad..." de Mauricio Rey.

Noche

A la hora del sueño
un recuerdo!
al momento de nombrarte:
silencio.


Estar aqui

¿Quién dice las cosas?
¿Quién las nombra con exactitud?
¿Qué sentido tiene hacer el bien?


Presunción y verdad

Yo apenas veo el camino
¿vos?
Vengo envuelta en palabras
te llevo con la boca llena de nada.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Deje su mensaje después de la señal de Maxi Sack

Al momento de subirse a un 16, cuando el viento comienza a huir del sur; y al momento de tirar pesadamente el cuerpo en los asientos de atrás (porque adelante van las viejas y los changuitos, y es necesario codear putos y negros atrás, en la última pluma de la flecha) la pobreza de las ideas acaece, imágenes de la Santa fe y Alsina, un baile mediocre de mates en la plaza y piecitas en el Borges.
¿Para qué mirar por la ventana? ¿En qué bolsillo guardo estas palabras mal usadas, mal gastadas? ¿Por qué volver a mi casa hastiado por el calor de la tarde, y por la ilusión que te venden los aires matutinos?
Primero lo primero, un escalón a la vez, el boleto, la puja por los 25 centavos, el paseo del borracho, la pija bien guardada entre las piernas, el teléfono y sus amores, la cagada que me mandé; y todo lo pintado con fuego, algo que queme, que rompa, porque así reproducimos violencia con gustito a mistol.
¡Chango! ¿Qué pasa con la gota que no rebalsa el vaso, con la casa rosada, y con todos esos putos que no van a comprar arroz suelto en doña Inés, ni les limpian los mocos duros de la nariz a sus hijos? ¿Para qué? Si cuando el bondi llega al campo la ropa se borra con la transpiración, y bajamos todos desnudos, a una pava que no calienta, a una democracia de floggers. ¿Hay que seguir patiando’ sal y choriando’ rosas?
¿Para qué tanto viaje de coito? Cuando llegues a tu casa vas a cazar el teléfono, vas a llamar a tu dios, y la contestadora te va a decir que la chupes, y que dejes tu mensaje después de la señal.

Palerwood o llamado por los malos goleadores (1) de Nestor Mendoza


Se necesitan malos goleadores.
Buenas personas, pero goleadores
malos. Dos, cien, mil malos goleadores
se necesitan más para que estallen
las diez mil flores del gol.
Que en ellos viva el fútbol, otra manera de poesía,
la innecesaria, la fútil, la sutil
poesía imprescindible. O la in-
versa: la poesía necesaria,
la prescindible para vivir.
(Ahora Argentina
ha vuelto a ser país y tiene Presidente,
y Presidenta del país. Argentina es un tablero
de alfiles politizados y peones
recién comidos: a la derecha, negros, paralizados, fuera del juego).
Y aquí hay torres de goma, alfiles
politizados y damas policiales
vigilando la casa.
A la caza del hombre,
por hambre, corren todos, saltan
de la cuadrícula y son comidos.
Todo eso abunda: faltan los goleadores,
los mil, los diez mil malos, cada uno
armado con su pelota de mierda. Faltan,
sus patadas y sus tácticas en preparación.
Ah… y sus currícula,
y sus diez mil applys nos faltan.
No es la muerte del hombre, es una gran ausencia
humana de malos goleadores. Que florezcan
cien millones de tentativas abortadas,
penales errados, incordios,
posiciones adelantadas de cartulina, ilustraciones
de gente amiga, cenas
con gente amiga, exégesis, escolios
tiempo perdido como todo.
Se necesitan goleadores gay, goleadoras
lesbianas, goleadores
consagrados a la cuestión del género,
goleadores que canten al hambre, al hombre,
al nombre de su barrio, al arte y a la industria,
a la estabilidad de las instituciones,
a la mancha de ozono, al agujero
de la revolución, al tajo agrio
de las mujeres, al latido
inaudible del Pentium y a la guerra
entendida como continuidad de la política,
del comercio,
del ocio de hacer goles.
Se necesitan Andrés, Juan, Mauricio
que escriban goles. Veros y Belenes
que escriban. Nombres para goleadores,
anagramas, seudónimos y contraseñas
para el chat room del verso del gol se necesitan.
Una poesía futbolera aquí del cirujeo en las veredas.
Una poesía futbolera del aquí de la mendicidad en las instituciones.
Una poesía futbolera de los salones de lectura de versos.
Una poesía futbolera por las calles (venid a ver
los versos por la Web…)
Una poesía futbolera del amor aggiornado (bajad a ver
poesía futbolera en el pesebre del amor…)
Una poesía futbolera explosiva: etarra, ética,
poética y futbolísticamente equivocada.
En los papeles, en los canales
culturales de cable, en las pantallas
y en los monitores, en las antologías y en revistas
y en libros y en emisiones clandestinas
de frecuencia modulada se buscan goleadores y más malos goleadores:
grandes goleadores celebrados pequeños,
goleadores notorios, botines iluminados,
hombres nimios, miméticos,
deteriorados por el alcohol,
descerebrados por la droga,
hipnotizados por el sexo,
idiotizados por el rock,
odiados, amados por la gente aquí.
En las habitaciones se buscan.
En un bar, en los telos,
en los minutos de descanso de la oficina,
entre dos clases de gramática,
en clase media, en barrios
vigilados se buscan.
¿Habrá en la tropa?
¿En los salitrales, en los baños
públicos que han comenzado a construir?
¿En los certámenes de versos?
¿En los torneos de minifútbol?
¿Bajo la luna quieta?
¿A solas con su pata?
¿A solas con una idea repetitiva?
¿Con gente?
¿Sin amor?
No es el fin de la historia, es
el comienzo de la histeria patadura.
Todo comienza y nace de una necesidad fraguada en la pata.
Fabriquemos el deseo:
Te necesito nene,
Para empezar te necesito.
Para necesitar, te pido
ese minuto de gol que necesito, necio:
quisiera ver si me devuelves el ritmo de un mal gol,
que me acaricies con sus ripios,
que me turbes la mente con otra idea banal,
y que me bañes todo con la trivialidad del medio.
Y en medio del camino, en el comienzo
de la sátira terrenal, quiero vivir
la necedad y la necesidad
de un sentimiento falso.
Se necesitan nuevos sentimientos,
nuevos pensamientos pavos, nuevas
propuestas para el cambio, causas
para temer, para tener,
aquí en el sur.
Riámonos del Presidente.
De su tintura.
De su fatalidad.
De Su Graciosa Realidad.
La realidad es un ensueño compartido.
La realidad de Argentina
es su filosa lengua pronunciando la eñe
y su mojada espalda pronunciando el orden
del capital y la sintaxis.
¡Ay patita quebrada :
aparta de mí este cuerno de la sojidad clavado en tu ingle,
saturada de chips, y cubre
nuestras heridas con el bálsamo de los malos goleadores..!

[1] Reescritura o mero choreo de gran poema de Fogwill: Llamado por los malos poetas. Nada me pertenece sino tú, nada te pertenece sino yo…

Condenados de Maxi Sack.

Viene despeinado, olor a viejo y a sábanas que no se lavan, chorreando dejadez.Se ha levantado temprano, como una farsa, sin desayunar, con los dedos amarillos, los ojos ausentes.Se mira al espejo y se quiere, adhiere a su imagen difusa, con astigmatismo, la remera rota y el pantalón sucio, el rey por la espalda, por la espada que no tiene, porque no es un caballero, no se llama Agustín o Federico, ni baila salsa o chamamé.Ha leído pocos libros y canta la misma canción durante semanas, reniega de dios, pero cuida sus quince centavos, su incoherencia verbal.Viene agazapado, efímero, con la lengua encerrada, las zapatillas embarradas, y los mosquitos que vuelan en todas las direcciones. Se hunde en el silencio de la silla, de la piedra fría, porque sus penales salen desviados, porque es sordo y no atiende los silbatazos, porque va a anclarse donde no se sepa una mancha de café, para cambiarse de mar, y – de una vez por todas – trazar el cordón cuneta de su final.