lunes, 10 de noviembre de 2008

Musas de Diana Beláustegui

Me desperté con un ruido y al instante surgió la duda de si lo había escuchado o soñado.
Uno nunca sabe y mucho menos en mi caso.
Suelo tener una imaginación audaz y delirante que me sorprende en lugares y momentos muchas veces inadecuado. Contuve la respiración tratando de oír, entre la agitación y el corazón que me golpeaba los tímpanos, no podía percibir los pequeños sonidos.
Silencio.
¿Lo había soñado, imaginado? ¿Lo había escuchado en realidad?
Silencio. Más silencio.
¿Que había sido eso? Una respiración. ¿Era un pulmón que se llenaba de aire y contenía el aliento?
No, no era nada. ¿O si?
Silencio.
Silencio.
Tal vez era mi mente.
Recordé los acontecimientos de hacía unos horas. Durante esa semana una idea me había rondado por la mente y esa noche para poder contactarme con la inspiración había realizado unos rituales de aproximación.
Cuando la idea es nostálgica pongo música lenta y en la oscuridad intento comunicarme con mis hadas apesadumbradas, enamoradas, engañadas, para que guíen la tinta que se derrama en el papel en garabatos que luego me cuesta descifrar.
Pero la idea que últimamente me atormentaba era oscura, no podía traducirla, eran imágenes sueltas que se concatenaban con frases, pero nada mas, poco definido.
Anoche decidí que era el momento de llamar a mis demonios. Con las luces apagadas y unos cuantos sonidos de Marilyn Manson me escondí bajo la mesa para dejar que volaran tranquilos por la habitación. Para poder verlos sin que ellos me vieran. Necesitaba admirar sus danzas y que dejaran las puertas abiertas de la mente para poder escuchar los murmullos convertidos en gritos y lograr escribir la historia que dictaban.
Un relato sangriento y espeluznante había sido uno de los resultados, el otro era evidentemente este miedo que me tenía paralizada.
Sin dudas había tenido alguna pesadilla y mi despertar sobresaltado era toda una manifestación de un inconsciente que seguía danzando con los demonios de esa noche.
No hay ruidos…se que no hay ruidos, ojala y no escuche más ruidos.
Silencio.
Y allí esta de nuevo. Es alguien que se acerca con sigilo, cuidando cada paso, cada acento que el pulso le marca en las venas.
Al poco tiempo de mi separación, se me cruzo la idea de que tal vez alguien podría aprovechar la soledad de una mujer para invadir su morada… de pronto creo que no fui la única en pensarlo.
Es irónico encontrarme en esta situación, habiéndome vanagloriado siempre de ser mujer fuerte y autosuficiente, estar ahora bajo la sábana tratando en lo posible de no temblar, levantando la manta lo suficiente como para poder ver alguna sombra o intuir al menos si se aproxima o no. Miro el reloj y son las tres y media. Hace escasas dos horas que me había acostado. Estoy transpirando.
Silencio.
Silencio.
Un ruido. Es la banqueta que está cerca de la heladera. Quien sea que camina por el comedor, entre las sombras, la ha chocado.
Silencio.
Silencio.
Cuando tengo que escribir y las palabras no salen y me veo en la obligación de llamar a mis demonios, el ritual me deja exhausta, luego duermo de ocho a nueve horas que imagino son para que cada ente se incorpore nuevamente en las profundidades del alma. Ahora el miedo que ciento y esta sensación de angustia se me ocurre que podría ser porque aun no estoy completa. Algunos demonios todavía deben estar recuperando el aliento o gritando enloquecidos para luego entrar en calma. Me levanto en puntitas de pie. Cuando intento acercarme a la puerta aspiro una bocanada de aire caliente. Me detengo. Nunca antes estuve despierta cuando mis demonios deciden entrar, no se que pensar. Los veo por el rabillo del ojo, hay dos que juegan a arrancarse las uñas, creo que se dieron cuenta de que los observo. Ya no se a quien temer. Cuando danzan, siempre me escondo bajo la mesa y una vez que termino de escribir me acuesto donde estoy y duermo. Ahora me encuentro al descubierto. Ya no me importa el intruso y su respiración cercana. Los demonios me ven. Ni siquiera cuando son las hadas me atrevo a mirarlas, y ahora estoy aquí cara a cara con estas bestias.
¿Debo creer que nunca estuve cuerda, y esto es solo parte de mi caótica imaginación?
Enloquecen y sé que me atacaran, grito y corro. En el comedor puedo ver la luz de una linterna y cuando llego agitada me espanta la idea del intruso y me paro en seco, ya no escucho a mis demonios pero los siento. El tipo me alumbra y la luz es tan fuerte que puedo ver su mirada, esta asustado, esta aterrado.
Sus pupilas dilatadas saltan de mi persona hacia algo que esta detrás de mí, nos mira y tiembla… lo atacan.
El hombre nunca más interrumpirá a las musas de un escritor.
Estas no siempre son bellas y amables.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Que se Haga Agua el Helao de Juan Manuel Aragón



A Severo Galván, amigo de otros tiempos.

Si vamos a romper, rompamos todo, pero hagámoslo sabiendo bien qué estamos haciendo. Agarremos mesas, sillas, camas, heladera, mueblecito del baño, mesas de luz, espejos y los tiremos al piso. Después, cuando nos vayamos, cerremos la puerta con llave, tiremos la llave en una alcantarilla y empecemos de nuevo en otra casa. En otra vida, si es posible.
El tipo que en un verso escribe 1 en números, en vez de uno en letras, talvez sabe lo que hace y quizás lo hace muy bien. Está en contra de las convenciones impuestas, de las reglas del arte que todos tienen por ciertas, legítimas y válidas, se opone a las formas establecidas por los críticos y el público, no quiere saber nada con la estética aceptada; está en la vereda del frente de la mentira y también contra la verdad, si lo apuran. Es un rebelde y tal vez con el tiempo se haga una famita que le permita levantarse las minas más lindas de la facultad de sociología o aparecer en una antología de autores malditos. Está bien. Aplaudámoslo.
Yo no he sido incendiario cuando era joven sólo para convertirme -de viejo- en un puto bombero. Sigo caminando la ciudad con una caja de fósforos en el bolsillo, por las dudas me tope con un poco de pasto seco para prender, lo que me ha valido seguir siendo un pobre periodista de provincia en vez del presentador de noticias internacional que algunos injustamente me auguraban. Quizás lo único que me dieron los años, es que ahora, antes de hacer una fogatita, por las dudas, miro a la izquierda y a la derecha, antes de raspar la caja de “Ranchera” (los de cera) o “Patito” (si son de madera). Además ya me he dado cuenta de que nunca me dio el cuero para los “pavorosos incendios“, según dicen los títulos de los diarios, sino sólo para modestos fueguitos, braseritos insignificantes.
En la literatura nunca me interesó romper las formas. Ninguna. No vale la pena. Están ahí, son una decantación de siglos de pulir el lenguaje. Nunca he pensado en ellas y siempre he tratado de obedecerlas. A rajatabla. Tengo muchísimas reglas a la hora de escribir y trato de no desacatar ninguna. Son la garantía más fiel y segura de que entenderé lo que dicen y escriben los otros. Y viceversa, es decir que los demás entenderán lo que yo digo y trato de comunicar. No les rindo culto a los cánones básicos, pero tampoco quiero demolerlos. Como el techo de casa, digamos, bajo el cual todos los días me cobijo, las reglas de sintaxis me ayudan a dar sentido verbal (si se permite la asociación) a las pocas ideas que tengo. El cielorraso no es mi dios, pero no lo voy a agarrar a mazazos sólo porque le tengo rabia a lo que todos dan por sentado.
De todas maneras y gracias a Dios, en los últimos tiempos las fórmulas de las cartas se han aligerado, de tal manera que ya no se pone más “Estimada Señorita de mis Amores” sino simplemente “Hola”. Está bien. En estos días cualquier alumno pone setiembre en vez de Septiembre y la señorita no lo corrige. Mejor. Ya no se dice “Su excelencia el señor presidente de la República Argentina, doctor Fulánez de Ta”, sino “El presidente Fulánez”. Ahora sólo los estúpidos ponen “La zona de influencia de Añatuya y sus pobladores” en vez de “Añatuya”, que es más corto, más comprensivo y sobre todo no tan remanido.
Chau. Me encanta lo simple. Lo que cualquier chico de doce años entendería. Salgari, Julio Verne, Poe, Borges, José Hernández, Dalmiro Coronel, la Clementina, Vargas Llosa, los clásicos entendibles de hoy, de ayer y de siempre.
Quizás el advenimiento de la fotografía también acabó con esas larguísimas descripciones de libros de antes, con campiñas verdes, casitas blancas y cielos azules que a nadie le interesaban y cuyas hojas uno pasaba apurado esperando que sucediera algo en la novela, el cuento, el relato, lo que fuere.
Digresión necesaria: no es lo mismo “Que se haga agua el helao” a “ke se aga ahua el elao”. No da igual: “¡Oh! ¡Dios mío!, ¿qué le pasó?” que “o!, dios mio! ke le paso?”
Digo, una cosa es romper con los padres, pegar el portazo de tu vida y mandarte a mudar a otro lado porque quieres llevar la mina a dormir todas las noches en tu casa o tomarte una cerveza chotamente sin que nadie te rompa las guindas. Y otra muy distinta, que después de que tus viejos de te hagan un semerendo escándalo porque te descubrieron haciéndole cuchi-cuchi a tu novia en el sofá del living, pegar cuatro gritos, hacerte el eterno incomprendido y mandarte a mudar… a tu pieza.
Yo no me apego a las formas por pereza mental, prefiero ver qué hay en el fondo de lo que leo, si puedo, obvio. Siempre que quien escriba lo haga correctamente, por supuesto. Si bien me fui de casa a eso de los 22 años, quizás un poco más, siempre traté de vivir bien, de tener mi cama tendida, la ropita planchada, la comida caliente. El fondo era lo que cambiaba: mi libertad para levantarme y acostarme a la hora que quisiera, para comprar o endeudarme y cagarme de hambre a fin de mes, o quedarme leyendo hasta las mil quinientas. Y también llevar una mina a dormir conmigo, siempre que ella aceptara. Esto, lo de la mina, muy pocas veces sucedió, se me hace que por mi falta de cancha para el asunto, pero es otra historia.
Qué quiero decir. Bueno. Ahí va, dos puntos:
Me enferman los que no redactan con los signos de puntuación como corresponde. Los que ponen el signo de interrogación y de exclamación al final y no al principio. Porque se cagan hablando del imperialismo y otras pelotudeces sólo aptas para asambleas estudiantiles o charlas de café, pero cuando escriben, copian las reglas del imperio al que dicen odiar. En cuyos dominios no solamente no se pone el sol sino que sus súbditos tampoco redactan con la apertura de los signos. Me enferman los que escriben mal -y se nota- porque no lo saben hacer bien. Que se crean bobinas, sólo porque “escribo como siento”, dicen, y luego agregan “para qué corregir, lo que vale es lo que te sale de adentro así, de una, loco”. O te espetan (espetar, qué lindo verbo, uno de estos días lo adopto como verbo de cabecera): “No sé dónde los tiene la máquina, por eso no coloco los acentos, es difícil encontrarlos”. O peor, el colmo de los semi-analfabetos: “¿Entiendes lo que quiero decir?, entonces lo demás no importa, che, no hagas bardo por nada”.
La ruptura de las formas es una estación de llegada, no un andén de partida. Luego de recorrer un largo camino, Pablo Picasso llegó al cubismo. No partió del cubismo, porque sabía que hubiera sido una falta de respeto, primero hacia sí mismo y luego para los demás. El tipo que dice que su negocio tiene una decoración con estilo minimalista, sólo porque no tenía nada que colgar en las paredes, es un chanta, un chantapufi para decirlo con todas y cada una de sus letras. Al minimalismo se llega, del minimalismo no se parte, al minimalismo y a todos los estilos, estén de moda, sean antiguos o acaben por imponerse en el futuro. Primero hay que hacer los palotes, el aprestamiento, aprender el abecedario, pasar del libro de lectura “Los teritos”, de segundo grado, escribir hasta que duelan los dedos. Y el alma. Y después, pero bien después, ver si se puede romper alguna regla.
Ni siquiera Gabriel García Márquez -¡ni siquiera él, con toda la autoridad que tiene luego de haber escrito una de las obras cumbres de la literatura hispanoamericana de todo el siglo pasado!- pudo acabar con los signos de puntación. Dijo que había que terminar con la servidumbre de las reglas de ortografía o algo parecido, pero luego nadie le dio bolilla, se lo tomó como una excentricidad de un premio Nobel, y él mismo siguió escribiendo con puntos, comas, acentos, diéresis, haches, vé cortas y largas, gés y jotas, gue-gui, ge-gi, que-qui.
Porque en definitiva, gracias a eso nos venimos entendiendo los cristianos desde hace varios siglos, cuando hablamos en castellano. Gracias a que hemos ido decantando la ortografía, investigando la etimología, la semiótica (el semen, la semilla), hasta del más humilde vocablo de nuestra lengua, lo que posibilita que hoy nos entendamos entre nosotros y cuando hablamos con un boliviano, un ecuatoriano, un madrileño o un puntano. Si no nos comprendemos mejor quizás se deba, en parte, a que no hemos terminado de establecer estas reglas fijas más que a los conflictos de intereses que a veces surgen en nuestra vida (la “conducta humana en su interferencia intersubjetiva” que estudiaban los aspirantes a abogados en primer año).
De joven me leía todo, hasta los prospectos de los remedios cuando no tenía otra cosa para matar el tiempo. Ahora dejo de leer al instante, cuando observo que alguno no puso los signos como debía y advierto que no es por rebeldía o por terminar con viejas convenciones que cree perimidas, viejas o sin razón, sino que lo hizo simplemente por pereza, por ignorancia o por otra sandez semejante. Luego me cago en la madre, en la abuela y en todas las madres de su árbol genealógico hasta llegar a Eva, hago un bollo bien chiquito con el libelo y lo tiro a la mierda inmediatamente o se lo doy a María Celia -que va a segundo jardín- para que haga recortes con su tijerita o lo escriba encima con sus crayones. Si estoy en internet, es más fácil, paso de largo el escrito y me pongo a hacer otra cosa.
Confieso que alguno me habrá tomado por loco, porque en medio de una lectura, cuando llego a un punto así, se lo comento a quien en ese momento está a mi lado, aunque vaya en el colectivo y mi vecino sea un anónimo e indeterminado pasajero. Le digo, "pero mire qué animal que había sabido ser este autor" y luego le explico por qué. Si el tipo entiende, bien. Pero si no, capaz que piensa que estoy rematadamente orate. Y quizás tenga razón.

Saludos




lunes, 27 de octubre de 2008

“Los suplementos literarios de los diarios están en las páginas policiales”





Entrevista. Osvaldo Aguirre, periodista. Por Esteban Brizuela


“Hace quince años, cuando comencé a trabajar como periodista fijo en un diario, creí alcanzar la situación ideal para un escritor”, dijo Osvaldo Aguirre en una conferencia el año pasado. El diario en cuestión era La Capital de Rosario y el periodista que hizo aquella confesión es no sólo un excelente cronista de policiales sino también un reconocido poeta y novelista.

Aguirre ha dejado la sección de policiales, en la que estuvo durante mucho tiempo. Actualmente dirige el suplemento cultural Señales, que aparece todos los domingos junto al mencionado matutino.

Vino a Santiago del Estero para dar un curso en la UCSE sobre periodismo cultural. En el intervalo de una de sus clases, dialogó con este medio sobre sus comienzos en esta profesión. También habló de los suplementos culturales, y de los encuentros y desencuentros entre la universidad, el periodismo cultural y la industria editorial.

Después de recibirte de licenciado en Letras, ¿se te planteó una disyuntiva entre seguir inmerso en la academia o salir de ahí y trabajar en otra cosa, como finalmente lo hiciste?

Sí, bueno, se me planteó el problema laboral. Yo era docente y profesor pero rápidamente vi que no había muchas expectativas y ahí empecé a trabajar como notero, no haciendo periodismo cultural. Poco después me llamaron del diario La Capital, ahí comencé en la sección de policiales. Para mí fue un descubrimiento maravilloso.

Ir a la sección policiales, ¿fue una imposición o una elección?

Me destinaron ahí porque yo publicaba en una revista local, de distribución gratuita, unos pequeños cuentos policiales en base a notas de los diarios. Yo recreaba los casos y los contaba como una especie de cuento, y eso fue lo que les interesó. Justamente, en ese momento, la sección policiales era malísima, tenía muy malos periodistas, estaba muy desprestigiada en el ámbito periodístico y de los lectores.

Decías que el trabajo en el diario había sido un “descubrimiento maravilloso”. ¿Por qué?

Para mí fue un descubrimiento, porque yo había leído mucha literatura policial: había leído a Rodolfo Walsh y la novela negra. Entonces, entrar ahí fue un descubrimiento del mundo, porque las noticias policiales te sacan del centro de la ciudad, te llevan a los márgenes en todo sentido. Fue también un aprendizaje y una experiencia muy interesante, pero también con su contraparte. Qué se yo, el trato con la policía es una cuestión agotadora, que finalmente a mí se me hizo insoportable en algún momento. Y también obviamente con el propio diario, porque vos en un diario tenés que confrontar, porque tus ideas no son necesariamente las del diario ni las del jefe con el que trabajás. Hubo coberturas de notas que me dejaron muy mal, pero bueno, también eso era un aprendizaje.

¿Algún caso que recuerdes?

Siempre recuerdo el caso de una nota que hice sobre un caso de gatillo fácil que ocurrió en Rosario; era claramente un episodio que involucraba a la policía y la indicación del diario fue de alguna manera torcer los hechos, no dejar tan mal a la policía. Pero bueno, son cosas que hacen al oficio. En comparación con eso, el trabajo en periodismo cultural es mucho más libre, o sea, raramente te hacen indicaciones, y cuando te las hacen son malas. Tampoco me puedo quejar porque en el diario donde trabajo me han dado libertad para trabajar en el suplemento, me han dado la posibilidad de hacer un suplemento como a mí me parecía, y estoy contento con eso.

¿El periodismo, además de un medio de vida, se convirtió en una pasión?

Aguirre: Sí, obviamente. Yo he sido un lector de diarios desde chico, por una cuestión familiar. Mis padres eran lectores de diarios, todos los días en mi casa se compraba el diario. Es algo que me gusta, me gusta el diario en papel. Creo que me gusta el periodismo por esta cuestión de contacto con la gente, este descubrimiento del mundo que hice como cronista policial, de ir a lugares de la ciudad que ni siquiera me imaginaba que existían. De hablar con gente, de escucharla, de descubrir historias. De ahí es que yo pienso que los suplementos literarios de los diarios no están en las páginas de cultura sino en las páginas policiales. Te encontrás con historias que vos decís “esto es una novela”, pero son verdaderas.

¿Cómo hacer para vender en un titular o en la tapa de un diario una nota de policiales sin caer en el morbo o en el amarillismo?

Es todo un problema. Justamente lo que pasa en el periodismo, es que el lenguaje periodístico tiene dos aspectos: uno negativo y uno positivo. Me parece que el positivo, sobre todo cuando uno viene de una formación muy especializada como puede ser la de letras, es que te puede ayudar a liberarte un poco y a mejorar el lenguaje, a usar un lenguaje preciso. Pero la contraparte es que el periodismo se maneja con estereotipos. El periodismo continuamente está acuñando estereotipos, un poco por una regla básica del discurso periodístico que apunta al reconocimiento inmediato por parte del lector. La tapa de un diario tiene que ser de reconocimiento claro, instantáneo, el lector no se puede quedar pensando qué quiere decir esto. Entonces, por eso es que se acuñan expresiones tipo “robo del siglo”. Si uno hace historia no sabe cuál fue el verdadero robo de siglo.

O lo mismo sucede con “Pepita la pistolera”, como lo contabas en una conferencia el año pasado: a cualquier mina que asalta con un revolver en la mano le llaman así.

Claro, los estereotipos funcionan en ese sentido. El discurso se transforma en una sucesión de estereotipos y ahí uno ya no está diciendo nada. Por supuesto, hay una retorica y una visión dominante de los hechos policiales, que me parece que hay que poner un poco en cuestión. Creo que uno de las transformaciones que se ha dado en el relato policial en los últimos años, es que la llamada prensa seria ha adoptado una retórica sensacionalista. Hoy lo vemos en la comunicación del delito y en el tipo de notas que se hacen. Toda esta cuestión de “la ola de inseguridad”.

Creo que hay que ser muy cuidadosos y me parece que la cuestión es preguntarse cómo se tratan estos sucesos. Obviamente, si ocurre un secuestro extorsivo hay que tratarlo, pero hay que ofrecerle la mayor cantidad posible de elementos al lector. No apostar a la indignación del lector, porque el correlato de todas estas visiones estereotipadas son estos discursos de la mano dura y el pedido de que “hay que matarlos a todos”. Me parece que hay que apuntar a otra cosa, qué se yo, tratar de hacer análisis, tratar de contextualizar los sucesos, ver qué antecedentes tuvo esta historia criminal; también tender a la reflexión.

Y no poner el micrófono a la esposa del tipo al que lo acaban de asesinar, por ejemplo

Sí, porque ¿qué puede decir una persona desde el dolor terrible? No puede reflexionar con tranquilidad y uno no se lo puede exigir tampoco. Obviamente hay una demanda de justicia y de reparación que obviamente debe ser atendida, pero a la vez no podemos retroceder a una cuestión primitiva, bárbara, de una justicia por mano propia y de los linchamientos. Me parece que eso no va a ayudar en nada a la sociedad.

Argentina es uno de los países latinoamericanos con mayor cantidad de suplementos y revistas culturales. Con este panorama y teniendo en cuenta tu rol de director de Señales, ¿qué suplementos y revistas te interesan dentro de este amplio abanico de publicaciones?

En particular, yo me interrogo sobre mi rol en el diario en el que trabajo. Pensando que es un diario que sale en Rosario, en el interior del país, o sea que no es un medio de Buenos Aires. Yo siempre pienso que el lector del suplemento es un lector preocupado por la información cultural, y que muy probablemente lea los suplementos y las revistas que se hacen en Buenos Aires: ADN, Ñ, Perfil, que son suplementos que tienen más espacio…

Y más dinero…

Claro, más presupuesto y muchos más recursos. En definitiva, lo que yo hago no puede competir de ninguna manera con eso medios. Si sale un libro de Ricardo Pigllia en Buenos Aires, siempre va a salir mejor en Ñ o ADN, porque Piglia les va a dar la entrevista a ellos, porque la editorial les va a dar un adelanto del libro a ellos. Entonces, ¿qué tipo de trabajo puedo hacer yo? Justamente, tengo que atender a aquello que esos medios dejan de lado, que es la realidad cultural que tengo más cerca, la de la producción cultural con sede en Rosario y en la provincia de Santa Fe, o en la producción de provincias vecinas. Me parece que se trata de atender a eso y valorizar y redescubrir ese conjunto de temas y personajes que no aparecen en los medios y que tradicionalmente, por lo menos en los medios rosarinos, no se les había dado importancia. O sea, ahí está el plus que puede tener el suplemento. Por supuesto, también hacemos notas y entrevistas que tienen que ver con cosas que ocurren en Buenos Aires, porque a los lectores de Rosario, como a los de cualquier parte del país, les interesa lo que pasa en Buenos Aires.

En el marco del periodismo cultural hay distintas tradiciones. La tradición que más me interesa es la que viene de grande periodistas como (Homero) Alsina Thevenet, Jorge Rivera, bueno, Rivera ha reflexionado sobre el tema del periodismo cultural.

Ha compilado un libro muy interesante: “El periodismo cultural”

El tiene dos libros: “El periodismo cultural” y “El escritor y la industria cultural”. También escribió muchos artículos de divulgación en la colección de historia de la literatura argentina del Centro Editor de América Latina.

Entonces, ¿qué periodismo cultural te interesa?

Me interesa un periodismo amplio en su temario, inquieto, curioso, que apuesta a ampliar los intereses de los lectores, que no se queda en la cuestión de lo que los lectores ya conocen, que apuesta a la lectura. Esto de que hay editores que parecen que se dirigen a lectores que no leen, ¡y no!, uno tiene que apostar a la lectura.

¿Cuáles son las carencias más notables que vos percibes dentro del periodismo cultural en Argentina?

Yo creo que las carencias pueden estar en lo que se define como objeto de nota. Por ahí hay cosas que no aparecen o que tardan en aparecer. También lo que te diría es carencias en los propios periodistas. El tema de la formación de los periodistas culturales es todo un problema. Uno lo que encuentra son escritores que hacen periodismo, o bueno, también periodistas eventualmente. Lo que decíamos en el curso es que hay una especie de tensión entre lo periodístico y lo cultural. Lo que pasa es que a veces se abordan sucesos o temas ya con una visión establecida. Qué se yo, uno llega a la cultura santiagueña y cree que la cultura santiagueña es el folklore. Me parece que justamente lo bueno es tratar de despejar eso. Cuando uno escribe literatura, se dice que a la primera frase hay que dejarla de lado. Bueno, en el periodismo cultural, a la primera idea habría que dejarla de lado.

Hace poco salió en Ñ una tapa sobre “la literatura neoperonista”. También algunos críticos hablan de literatura kirchnerista. Por otro lado, el editor del suplemento Cultural de Perfil se quejaba de que algunos escritores señalaban que dicho suplemento representaba a la derecha literaria ¿Qué te parecen este tipo de discusiones? ¿Crees que están bien planteadas?

Lo de Ñ y la literatura neoperonista, me queda la duda de hasta donde Ñ está registrando una tendencia objetiva que existe o hasta dónde es una interpretación o un invento de Ñ. De todas maneras, no estaría mal si fuera un invento de Ñ, porque una perspectiva interesante del periodismo cultural es adelantarse. O sea, puede delatar una actitud atenta. Yo no estoy embebido en el tema, pero en todo caso lo analizaría.

En el caso de Perfil, lo que uno puede ver es cómo funciona el periodismo cultural en sintonía o en desacuerdo con otros actores como la industria editorial y la universidad. Por ejemplo, dentro del periodismo cultural y la universidad, uno puede ver que hay cortocircuitos, básicamente en cuanto a qué escritores son los que se valora, qué escritores forman parte del canon. No vamos a encontrar la misma respuesta en la universidad que en los suplementos. Podemos encontrar más cercanía entre el periodismo cultural y la industria editorial. ¿Por qué? Porque la industria editorial está operando sobre el periodismo, es decir, si sale un libro te va llamar la encargada de prensa de la editorial para hacer una nota y para darle difusión.

Entonces, tenemos una serie de fenómenos de la industria editorial de los últimos años, como la nueva narrativa argentina y el auge de la crónica. Lo que uno puede ver es que esos fenómenos editoriales se han producido justamente en sintonía con el periodismo cultural. Eso ha ocurrido hace unos años y hoy uno puede hacer una reflexión sobre esos fenómenos. Hasta dónde existieron realmente o hasta dónde fueron una operación, como se hacen en otros ámbitos del periodismo. Hoy uno puede ver que con la crónica, bueno, no pasó nada.

¿Por qué “no pasó nada”?

Porque los diarios y las revistas siguen sin publicar crónicas. La publicación de crónicas en los medios argentinos es muy aislada. Acaba de salir un libro de Leila Guerriero (“Frutos extraños”), que es un libro de crónicas, y la mayoría de esas crónicas fueron publicadas en el extranjero, porque aquí no hay espacios para eso.

Por otro lado, el tema de la nueva narrativa argentina, se han publicado muchas antologías. Y lo que uno puede ver es que hay autores interesantes, pero hay mucha hojarasca. Y de ahí a pensar que hay un nuevo canon de la literatura argentina hay una distancia considerable.

Por último, ¿cuál es la mejor crónica que escribiste?

Bueno, por ahí la ultima, que fue un libro, “La conexión latina”, que es una crónica sobre un grupo de franceses que traficaron heroína, que se establecieron en Argentina y querían hacer un triángulo Francia-Argentina-Estados Unidos en los años sesenta y setenta. Me gustó mucho la investigación, que es lo que más me gusta: entrar en movimiento, empezás a ver gente, los abogados, los familiares de los acusados. Todo ese movimiento, viajar, es algo muy lindo.

Después, una de las primeras que hice y me impactó mucho fue una entrevista que le hice a un hombre que había sido integrante de la Prefectura, y que estaba preso porque había asesinado a su madre. Lo fui a ver a la cárcel y lo que me dejó asombrado era cómo él relataba el crimen, cómo lo contaba. Y era algo que no podía publicar en un diario, lo que hice después fue un relato que salió en un libro.

Ahí lo que se me apareció fue algo muy importante en el periodismo, que es la cuestión de escuchar. Me parece que el periodista es alguien que debe escuchar, y justamente ese es el problema: lo que veo es periodistas que no escuchan nada o que escuchan lo que ya tienen en la cabeza.